16 abr 2010
Sobre anarquismo y sindicalismo
Es un hecho evidente para cualquier mente mínimamente despierta que el anarquismo no anda a estas alturas de la historia precisamente boyante, y que si se analiza la tendencia de los últimos treinta años, ésta indica que somos cada vez menos los que suscribimos y hacemos propios los planteamientos libertarios. Si yo milito en una organización sindical, y si lo hago además no a pesar de, sino porque soy anarquista, es porque no se me ocurre planteamiento mejor que la lucha de clases para hacer valer aquello que dijo Kropotkin de que "el anarquismo no viene de las universidades... el anarquismo nació en el seno del pueblo; y continuará pleno de vida y de poder creativo tan sólo en la medida en que permanezca como cosa del pueblo". Me hago cargo de que el anarquismo no puede jamás definirse exclusivamente como una cuestión de clase, y de que en la categoría de "pueblo" entra mucho más que el conjunto de los trabajadores por cuenta ajena (que es a quienes pienso que pertenece el terreno sindical por excelencia, pese a que la tendencia hoy sea de admitir a cualquier persona siempre y cuando no explote a nadie), pero espero que se tenga en cuenta que simplemente trato de defender una postura que no tendría, en principio, por qué excluir más que aquellas que le fuesen abiertamente antagónicas.
Como venía diciendo, reitero que en el presente ya no puede decirse que el anarquismo sea una "cosa del pueblo", en la medida en que nuestras ideas a penas tienen incidencia sobre la mayoría de nuestros congéneres. Tenemos, por lo tanto, varias opciones. Voy a ceñirme exclusivamente a las que tocan el modo de acabar con la explotación económica: una, "echarse al monte", tal como propone el primitivismo, y renegar de la sociedad, dándola definitivamente por perdida. Encuentro un inconveniente serio en el hecho, aparentemente omitido por la teoría primitivista, de que el capitalismo basa su propia existencia en la necesidad de una expansión y un "progreso" continuos, por lo que no cabe huída posible, sino que a largo plazo nos veremos obligados a la confrontación directa queramos o no. Otra posibilidad es la que plantea la línea insurreccionalista, a mi juicio heredera directa del ilegalismo de finales del siglo XIX y de experiencias del tipo de la Banda del Matese en Italia. Actuar sin miramientos y mediante pequeños grupos contra todo lo que tiene esta sociedad de injusto es algo a lo que no puedo plantear ninguna objeción ética ni ideológica, siempre y cuando no quede la cosa en mero papel mojado. No obstante, por una cuestión estratégica, pienso que los actos insurreccionales o ilegalistas, los "bellos gestos", como se denominaban antiguamente, no sirven demasiado para aproximarnos a la sociedad que queremos más que cuando ya existe, en el momento de producirse dichos actos, un amplio tejido social que, lejos de rechazarlos a la voz de lo que mande el telediario, los comprenda (caso, por ejemplo, de la actuación de Los Solidarios en los años 20-30). Entre tanto, y repitiendo una vez más que no parto de objeción ética o ideológica alguna, a lo más que pueden conducirnos es a la cárcel, y a que el pueblo al que necesitamos ganarnos nos condene de antemano.
Queda, pues, la opción sindical. Confieso que nunca ha sido lo que más me ha pedido el cuerpo, y que sería mucho más feliz dedicándome a actividades menos rígidas y desagradecidas, como las que pueden plantearse en un centro social o un ateneo, moviéndome siempre exclusivamente entre quienes me fuesen afines. Si no lo hago, es por una cuestión de pragmatismo acorde con nuestros objetivos. ¿Qué queremos? En el ámbito económico, queremos que no haya explotación y que se frene la dinámica ultradesarrollista que va camino de arrasar el planeta entero. Asumiendo que hoy la mayoría de la gente responde al calificativo castizo de "garbancero", pienso que ésa es una importantísima vía a utilizar. Se trataría, pues, de que todos aquellos anarquistas que trabajamos por cuenta ajena nos planteásemos por objetivo comenzar por conquistar pequeños avances en el lugar de trabajo de cada cual sin renunciar a nuestros fines, de tal modo que quien se sumase a nuestras iniciativas tuviese siempre el acicate de exigir más, más y más, empezando por reclamar menos horas de trabajo con igual salario y concluyendo con la defensa de las aspiraciones más elevadas que hemos concebido. Se trataría también de que por este proceso, el hombre de a pie fuese perdiendo el miedo a arriesgar y luchar, ese miedo cerval que Franco contribuyó enormemente a inocular en la mentalidad de los españoles, y que sólo se puede erradicar mostrando mediante el propio ejemplo que cuando se lucha también se pueden ganar cosas tangibles, concretas y materiales. Hasta cierto punto, avala mi planteamiento el hecho de que el sindicalismo no naciese estrictamente ligado al anarquismo y sin embargo, sí que se declarase en último término tan antiestatista como anticapitalista, al menos hasta el advenimiento de la Primera Guerra Mundial y la posterior deriva reformista de la cuna del sindicalismo; el movimiento obrero francés. Incluso autores y militantes cuyos planteamientos no comparto en buena parte, como Sergio Pannunzio, Edóuard Berth, o Hubert Lagardelle (el Lagardelle joven, no el viejo advenedizo que sería después colaborador del gobierno de Vichy), que eran a un tiempo sindicalistas revolucionarios y declarados antianarquistas, coinciden en su rechazo del Estado y en la necesidad de que la sociedad socialista que se construye mediante el sindicalismo se le oponga sin ambages.
No estoy haciendo nada más que repetir una receta que es ya muy vieja; la de las razones que conducen a un anarquista, sin menoscabo de su individualidad, a integrarse e impulsar con denuedo un movimiento con vocación de masas y que no hace bandera del enfoque específicamente ideológico. Así que, como corolario, repito también otra idea igualmente vieja: la de que si somos capaces de suministrar, de entre nosotros mismos, a los mejores luchadores del ámbito sindical, será posible enlazar esto (lo sindical) con aquello (el anarquismo), como ya ha sucedido en otras épocas de nuestra historia, y como hoy no sucede, en buena medida, porque muchos de quienes se declaran anarquistas, incluso anarcosindicalistas (puesto que no es un mal del que la CNT quede indemne) optan deliberadamente por no actuar en su propio centro de trabajo, aun si trabajan por cuenta ajena y comprueban que son explotados, incluso de forma ilegal.
Me restaría, por último, la cuestión del cooperativismo. A este respecto, soy de la opinión de que la cooperativa puede servir a quienes la integran para salir del paso en un momento puntual, pero que en modo alguno sirve como motor de lucha y de transformación. No sirve, porque en lugar de plantear el conflicto contra el patrono y en su propia empresa, que es donde se le puede hacer verdadero daño al empresario concreto, con nombre y apellidos, y donde por lo tanto es más factible obtener pequeñas victorias, plantea "salirse" en la medida de lo posible de las reglas que rigen el mundo laboral, generando otro mundo laboral, paralelo a un tiempo que integrado en la sociedad. Digo que me parece que no sirve, porque lo que se consigue con esto es trocar un enemigo concreto en difuso, pasar de tener por rival a ese empresario con nombre y apellidos, o en cualquier caso a esa junta de accionistas, a tener como enemigo "el mercado laboral", en general. Y es que de las reglas del mercado laboral no escapa ninguna empresa, sea cooperativa o no. Si una cooperativa quiere producir lo suficiente como para que sus integrantes puedan mantenerse, debe regirse por la ley de la oferta y la demanda y ser competitiva, y ¿con quién compite? con el resto de empresas del sector, la mayoría de las cuales dispondrán de legiones de asalariados, de modo que en último término la intensidad y la duración de la jornada del cooperativista será en promedio idéntica a la del asalariado. Quizás, y sólo quizás, disfrute de mejor salario al no haber un patrono que se guarde plusvalías, pero también estará expuesto al riesgo de las "fluctuaciones del mercado", de un mercado cuyo sistema de funcionamiento no es en absoluto justo y al que es imposible combatir si no es mediante el enfrentamiento con el empresario, que es el tipo de individuo cuya suma constituye la clase patronal, siendo ésta a su vez la que determina hoy en día las políticas económicas (y muy especialmente al no existir ningún movimiento obrero articulado y con capacidad de oponer resistencia).
Por otro lado, debo decir que una vez más encuentro avales en la historia: la tentativa de, en el contexto general de la sociedad capitalista, generar espacios regidos por principios completamente diferentes de los del liberalismo económico constituyó una de las primeras prácticas de los socialistas utópicos, como bien podrían ejemplificar las comunas icarianas de Cabet, o los falansterios fourieristas, por citar sólo dos casos. El hecho es que todos estos experimentos terminaron en el fracaso o en la bancarrota, y que fue en parte fruto de esto el hecho de que quienes les sucedieron, optasen en buena medida (al menos en Europa) por la elección táctica de la guerra entre asalariado y empleador como motor de avance hacia el mismo fin de sus antecesores: el socialismo, la sociedad sin amos ni esclavos.
Salud.
Condenado
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